Tania abrió un ojo desde la litera sobre la que había dormido lo más cómodo posible para ser un tren de largo recorrido y vio pasar las vigas de hierro de un puente a gran velocidad tras la ventana.

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Buenos días” – Le dijo Juan mientras escribía el blog. Tania se incorporó y preguntó con voz suave mientras se frotaba la cara – “¿Cuánto queda?” ; “Aún unas horas” – Contestó Juan cerrando el ordenador. Pero entre que hablaron sobre cómo habían pasado la noche, desayunaban algo, se aseaban y esto y aquello, esas horas se les pasaron volando. Cuanto más cerca estaban de Kazán peor se iba poniendo el tiempo. Poco a poco fueron apareciendo nubes cada vez más oscuras que atenuaban la luz y hacían que los colores tuvieran un alto contraste y una mayor viveza. Pese a que aquellos colores les gustaban, lo que no les hacía mucha gracia era llegar a un lugar nuevo bajo una inminente lluvia. Cuando el tren paró, la lluvia dejó de ser una amenaza para hacerse realidad. Las nubes oscuras les hacían dudar de que fuese por la mañana y las rachas de lluvia intensa les auguraban una travesía “divertida” hasta el hostal.

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Con las mochilas a la espalda y al pecho, cada uno llevaba dos, una grande y otra pequeña, se encaminaron con el móvil como mapa hacia el hotel el cual, no distaba mucho de la estación. “La gente aquí parece más cívica, los coches pasan a nuestro lado evitando pisar los charcos para no mojarnos” – Decía Tania mientras andaba – “Si, en España ya nos habrían puestos finos” – Asintió Juan mirando de reojo a Tania que iba por detrás. Una calle larga hasta una más pequeña que subía, un cruce en el que paraba la gente para dejarles pasar y tres calles más allá era lo que habían memorizado. “Miremos de nuevo el móvil para ver si vamos bien” – dijo Tania – “Vayamos debajo de ese árbol que parece frondoso y podremos verlo sin mojarnos tanto” – Contestó Juan. Aunque el refranero español diga lo que dice sobre refugiarse debajo de una hoja, en aquella ocasión no fue cierto, o al menos de la manera que uno piensa. Mientras Juan se acomodaba de nuevo las mochilas Tania sacaba el móvil. “Toma míralo tú” – le decía pasándole el teléfono. Juan miraba la pantalla dando la espalda a la carretera cuando Tania, mirando a la carretera, empezó a decir: “Hemos ido a parar justo al lado de un charc…” – “CHOOOOF” – justo en ese momento pasó un coche pisando el charco más negro y profundo que había en toda Rusia. “¡¡Mierda!! me ha pillado con la boca abierta” decía Tania a la vez que escupía empapada de arriba abajo y de abajo arriba. Por suerte para Juan, él estaba en un ángulo en el que apenas le salpicó nada. La cara de Tania era una poema pero le preocupaba más tener agua sucia en la boca que estar calada. Todo parecía sacado de una película de risa sin pizca de gracia pero Juan no pudo evitar que le viniera a la mente una escena de la película “El Jovencito Frankenstein” y la grandiosa frase de Igor: “Podría ser peor… podría llover”.

Creo que es por aquí” – Dijo Tania corrigiendo la dirección que llevaba Juan. Andaban buscando por todas partes alguna placa del hostal al que se dirigían cuando pasaron por delante de un hombre de unos treinta años que fumaba en un portal apoyado sobre la pared. “Hi guys! what are you looking for?” les dijo el fumador al verles con cara de despistados. “Hi! we are looking for the Wing´s Hostel” dijeron casi al unísono. El fumador, esbozando una media sonrisa, levantó el pulgar de su mano izquierda y señaló justo el portal que tenía a su espalda. Entraron y él les siguió tras tirar el cigarro. Pasó detrás del mostrador y les hizo el “check in”, era uno de los recepcionistas. El sitio estaba muy bien cuidado y muy bien llevado, todo por gente  joven que hablaba varios idiomas. Habían llegado bastante pronto y la habitación no estaba preparada aún. Dejaron las mochilas en una habitación que tenían destinada para eso en el hotel, les dieron un mapa de la ciudad con lo más destacado de ella señalado y, con un paraguas que les prestaron, salieron a dar una vuelta. La lluvia había cesado un poco dándoles un margen para que pudieran andar tranquilos. Se dirigieron por un lateral del río Volga en dirección al Kremlin de la ciudad.

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Al fondo de la calle se oía el rugir de varios coches. “¿Qué será eso?” pensaron mientras seguían andando hacia el final de la calle sin quitar ojo al cielo que volvía a ennegrecerse. Cuanto más se acercaban más fuerte era el sonido de los coches. “La calle está cortada, parece que es una exhibición de coches de rally” – Dijo Juan. Parecía que en la ciudad estuviesen de fiesta, todos los establecimientos estaban cerrados y, efectivamente, la calle estaba cortada para una exhibición, donde unos cuantos coches quemaban rueda haciendo giros imposibles.

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Al pasar el último edificio de la calle, a la derecha, apareció una explanada de césped con algunos árboles raquíticos y al fondo se levantaba, imponente, la catedral, blanca y azul, de Kazán dentro del amurallado Kremlin. Un poco más adelante un pequeño hombre de seguridad les preguntaba, mediante signos, a dónde iban si a la exhibición o a la catedral y al responderle señalando dónde, les indicó el camino.

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La entrada al Kremlin, que era patrimonio de la humanidad, fue gratuita y la catedral les maravilló tanto por sus colores como por sus formas.

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Dieron la vuelta por las inmediaciones, subieron a la muralla y desde allí vieron de nuevo la exhibición, pero ahora eran camiones los que hacían sus peripecias.

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Les apetecía entrar a la catedral pero tenían dudas de poder hacerlo. Juan, ni corto ni perezoso, se acercó y abrió una puerta; era la de salida y desde dentro, una mujer mayor delgada, con un pañuelo en la cabeza y con una sonrisa, le indicaba que entrasen por la de al lado.

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Entraron, no sin antes, Tania, coger un pañuelo para taparse la cabeza. Dentro, un hombre sentado tras una habitación de cristales, leía el Corán con un micrófono que se oía desde todas las plantas.

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A la primera y tercera planta se podía subir sin problema, pero la segunda estaba cerrada para el turista pues era la usada para rezar como pudieron comprobar desde arriba.

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Miremos el mapa que nos dieron a ver qué más hay qué ver por aquí cerca” comentó Tania saliendo del Kremlin.    Kazán es la capital de la República de Tatarstan y es la tercera ciudad más grande y más importante de Rusia.

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Lo que hay que ver se concentra más o menos en el centro de la ciudad salvo algo que les llamó mucho la atención “El Templo de Todas las Religiones” y que ya irían a ver por la tarde.

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Después del Kremlin, hicieron una ruta por las calles principales hasta una calle peatonal dónde buscaron algún sitio para comer. “Madre mía Tania ¿has visto que nubes?” Ambos se quedaron embobados mirando al cielo, nunca habían visto algo así.

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Una nube extensa, gris y algunas zonas más blancas, con una forma extraña, como si tuviera hoyos circulares cada equis metros, se movía con suaves movimientos ondulares. Estuvieron un buen rato observándolas y sacando algunas fotos hasta que el rugir de sus tripas les recordó que habían llegado a esa calle con la intención de encontrar un sitio para comer.

Buscaban un lugar en concreto que estaba marcado en el mapa pero las indicaciones que les habían dado en el hotel no eran muy concretas y anduvieron calle arriba y calle abajo entre la multitud que paseaba por allí hasta encontrar un lugar que les pareció bueno. En un visto y no visto, todo el mundo corrió a refugiarse y dos segundo después un chaparrón hacía de las suyas. Parecía que la gente tenía un sensor en la cabeza para detectar la lluvia repentina.

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La comida estuvo bien pero el cansancio acumulado después de llenar el estómago iba creciendo a pasos agigantados. Llegaron de nuevo al hotel y, afortunadamente, la habitación ya estaba preparada. Tomaron una ducha y se tumbaron un rato.

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De aquí iría directamente a Irkutsk pero son muchas horas, más de cincuenta, podemos ir a Novosibirsk que está a treinta y seis horas en tren y allí descansamos dos noches” – Comentaba Tania a Juan mirando en internet la web para comprar el billete al siguiente destino. – “¡Buf! son un huevo de horas” –  contestaba Juan – “Podríamos parar entremedias pero no vamos muy bien de tiempo y creo que va a estar mejor la zona del lago Baikal” – Explicaba Tania. El visado les daba como límite un mes para estar en Rusia, pero por diversas cosas no les cuadró poder entrar en el país la fecha que tenían pensada y entrando una semana más tarde, por lo que tuvieron que ajustar un poco la ruta para estar más días en los lugares que más les llamaba la atención. Estuvieron haciendo cálculos horarios para no llegar a la siguiente ciudad de noche, pero eso implicaba que debían tomar el tren de las dos de la mañana desde Kazán: “Mejor así, la estación no está muy lejos y según la previsión ya no va a llover” – Dijo Tania – “Bueno pues si hacemos tantas horas, las hacemos en segunda clase también para ir más cómodos” – propuso Juan y Tania asintió. Miraron los camarotes que había libres en los vagones de segunda. No era el mismo tren que habían cogido hasta allí pero: “Serán todos muy parecidos y más aún si son tantas horas” – pensaron los dos. “Sólo queda libre entero el camarote que está al lado de los baños” – Eso les hizo dudar pero teniendo como referencia el que habían tomado, no lo creyeron un inconveniente. “Pilla ese a ver si con suerte vamos solos” – Sentenció Juan.

Salieron a la calle a eso de las cinco y media de la tarde para ir a ver el «Templo de Todas las Religiones». Debían tomar un bus que les dejaría allí en unos veinte minutos. Llegaron a la supuesta parada pero ni rastro del número de bus que tenían que coger. Volvieron sobre sus pasos hasta encontrar la verdadera parada y esperaron, esperaron y volvieron a esperar. “Se nos va a hacer de noche, hemos salido muy tarde” – se preocupaba Tania – “Si vemos que tarda un poco más, lo dejamos vale… ¡ah mira, ahí viene!” – Se alegraba Juan.    El bus era una tartana. Juan intentó pagar al conductor que, con gestos, le mandaba para atrás para pagar a una mujer que estaba sentada en un asiento y que vendía los tickets. Como no sabían muy bien dónde debían bajar, no se sentaron para estar más atentos a todas las indicaciones que habían visto en internet, pero de lo visto a lo que veían, había una buena diferencia y todo estaba en ruso. El bus rodaba y rodaba y el sol bajaba y bajaba pero no llegaban. Miraban el móvil de Tania que les geolocalizaba sin necesidad de tener acceso a la red, pero eso tampoco les daba una exactitud de dónde debían bajarse. El autobús torció por una carretera secundaria, un tanto cochambrosa que cruzaba por una zona de casas desastradas y derruidas. De vez en cuando alguna tienda abierta aparecía entre las ruinas y poco a poco las casas fueron desapareciendo para dejar paso a algo de vegetación. Las dudas de “¿a dónde estamos yendo?” y “¿nos hemos equivocada de bus?” surgieron en sus mentes junto con la opción de bajarse y volver.  Algo parecido a “Izvinitye pretovkojas dragstoye erkscrute” resonó a sus espaldas en un tono grabe pero femenino. La mujer que les había cobrado el ticket les hacía señas y les hablaba como si ellos fueran a entenderla. Pero sí, la entendieron. Les estaba preguntando a dónde iban y muy amablemente les indicó que ella les avisaría cuando llegasen. Así fue y bajaron en medio de un pequeño apartadero donde había algunas tiendas.

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Un poco más adelante se encontraron con el «Templo de Todas las Religiones».

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En realidad no era un templo sino la casa de un hombre particular que quería hacerse una casa con todas las religiones, nada oficial y que, por desgracia, nunca consiguió acabar, falleció antes de hacerlo.

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Fue una peculiar visita.

Llegaron al hostal de nuevo y el recepcionista, entre unas cosas y otras, les comentó que por la noche, a las diez concretamente, habría fuegos artificiales desde la otra orilla del Volga y la idea de cuadrar unas fotos nocturnas de la catedral con un espectáculo de luces detrás, prometía ser espectacular y, efectivamente, fue breve y espectacular.

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La melodía del despertador empezó a soñar a la 01:01 y a y treinta y tres ya estaban saliendo por la puerta del hostal camino de la estación de tren. Por las tranquilas calles apenas había gente y al llegar a la estación no había mucha más. Pasaron un control mínimo y, a parte de los dos de seguridad, no había nadie que les indicara cual era el andén desde el que salía su tren y por supuesto todo estaba en cirílico pero, entre que eran muy espabilados y que sólo había un tren en toda la estación, no cabía duda alguna de cual era.                    Así, de primeras, ese ferrocarril parecía más cutre que el primero. Se miraron haciendo una mueca, Juan mostraba sus dientes apretados, levantaba las cejas y tensaba el cuello. Tania fruncía el ceño, apretaba los labios y ladeaba la cabeza. El vagón que les tocaba, como todos, era de un solo piso. Una Provodnitsa corpulenta, con la cara redonda y cuyo pelo engominado pegado a su frente asomaba por debajo de un gorro con una pequeña visera, les esperaba en la puerta. Llevaba una chaqueta con hombreras (que no le hacían falta pues tenía una buenas espaldas) donde lucía con orgullo algunos galones y las insignias de las azafatas de tren que consistía en un martillo y una llave inglesa doradas en forma de equis sobre un fondo rojo. Vestía falda de tubo que le pasaba un poco de las rodillas y que dejaba ver parte de sus rechonchas piernas que acababan en unos pies pequeños con unos zapatitos menudos. A Juan le recordó a la profesora de inglés que tuvo en el instituto.

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Seriamente les miró los billetes y les invitó a pasar, pero no les hizo un tour por el vagón como hizo el del primer tren. El vagón era antiguo y según se iban acercando a su departamento, el olor a orina se hacía cada vez más intenso. En seguida comprendieron porqué era el último compartimento que quedaba libre, el que no compraba nadie. El olor era realmente desagradable, parecía que habían meado directamente en el suelo o, como pensó Juan, que habría una filtración desde el baño al cuarto, pero aquello era imposible pues todo lo que se hacía en el baño iba a parar a las vías directamente. Dejaron las mochilas en el suelo debajo de la cama baja de la izquierda, bien tapadas con las fundas para la lluvia.

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Abrieron una pequeña ventana, apenas unos centímetros, buscando algo de aire que ventilara aquello pero aquello iba a ser una ardua tarea. Las camas eran duras e incómodas, las pequeñas almohadas estaban amarillentas y las sábanas no tenían mejor aspecto. Sacaron sus sacos de dormir y se acomodaron todo lo posible para conciliar el sueño. El baño era tal y como se esperaban que fuera, un asco. Los baños de los trenes nunca han sido un sitio en el que poder comer, pero aquel era de los peores que habían visto. “Hubiese sido mejor si no tuviera retrete, con el típico agujero hubiera bastado” – pensó Juan cuando entró hacer aguas menores – “Pero bueno, todo es parte de la aventura del viaje” – se consolaba a sí mismo, aunque sabía que en ese vagón, en ese compartimento y con ese olor, tantas esas horas, se iban a hacer interminables. Menos mal que el tren arrancó y no subió nadie más con quien compartir la estancia.

Las voces de la Provodnitsa anunciando algo les despertó a los dos a la vez. Estaban hechos un cuatro, pero por lo menos habían dormido. Lentamente se levantaron, desayunaron lo que compraron el día anterior en Kazán y se asearon como buenamente pudieron. Después les tocó tratar de buscar cualquier distracción para hacer el viaje más llevadero. Mientras Tania leía, Juan escribía, miraban de vez en cuando los móviles, iban tirando fotos, sacando vídeos, hablando de esto y de aquello, planearon parte de su siguiente destino… Cuando se quisieron dar cuenta llegó la hora de comer y de dormir un poco la siesta. Todo estaba yendo bastante bien, el olor a pis pasaba un poco desapercibido o quizás ya se habían acostumbrado a ello pero sólo habían transcurrido unas dieciséis horas. El tiempo seguía pasando lentamente y tren se paró en una estación más rato de lo deseado. En frente de cada vagón había una especie de kiosco donde poder comprar un poco de todo.

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La gente se bajaba para estirar las piernas y ellos hicieron lo propio. Subieron de nuevo y el tren partió.

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El compartimento se empezaba a hacer cada vez más pequeño, el estar sentado se hacía cansino, el tumbado incómodo y estar de pie era lo más estúpido que se podía hacer. Ya no sabían cómo poner las piernas, ni donde sentar el culo, ni cómo estirar la espalda, ni qué hacer para ocupar el tiempo. Ellos eran bastante activos y estar ahí parados era una tortura. Les dieron ganas de correr para desentumecer el cuerpo y activarlo de nuevo. “Mierda me queda un 11% de batería en el móvil y no veo enchufes por ningún lado” – Dijo Tania algo preocupada pues dependían de su teléfono para saber llegar al hotel de Nosibirsk – “Vamos a cargarlo un poco con el 33% que le queda al ordenador y apágalo hasta que lleguemos” – Contestó Juan.

Los segundos se hacían minutos, los minutos horas y las horas parecían no pasar pero, “afortunadamente”, llegó la noche y trataron de conciliar el sueño, pero no fue tarea fácil. El cansancio de estar ahí encerrados acrecentaba todas las incomodidades del viaje: el traqueteo del tren, las rachas de olor a pis, el fresco que entraba por la ventanilla, el estar “embutido” en el saco de dormir sin poder moverse libremente, dormir se volvía una odisea pero ambos, más tarde o más temprano, cayeron dormidos.

Creo que en ese Kiosco venden algún tipo de bollo dulce” – Dijo Juan mirando por la ventana cuando el tren hizo otra parada larga en una estación – “Vamos a ver porque no tenemos nada para desayunar” contestó Tania poniéndose las zapatillas. De una pequeña retraíla de palabras que les soltó la dependienta del Kiosco cuando le señalaron un bollo, reconocieron una – “¡Carchofen! ¡Carchofen en polaco es patata!” – exclamaba Tania contenta de haber entendido algo. Compraron agua, la empanada de “Carchofen” que, efectivamente, era de patata y Juan se pilló una salchicha dentro de un bollo que estaba bastante buena pero le repitió, le repitió, le repitió…

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Todas las baterías se agotaron, todas las ganas de leer se acabaron, todas las ganas de hacer cualquier cosa se evaporaron y aún les quedaban unas cuantas horas pero, de repente, les entró la risa tonta,las ganas de hacer algunas paridas

y decir otras y poco a poco se fueron divirtiendo, recordando situaciones graciosas que les habían pasado, experiencias de otros viajes y cosas de la infancia. Juan recordó un juego en papel de cuando iba al colegio, «Oso«, lo llamaban.

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Dibujó una cuadrícula en un folio y en cada una había que escribir, por turnos, una “O” o una “S” tratando de unirlas formando dicha palabra.

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Pasaron un rato con ese juego y con las cuatro en raya, hasta que a Tania se le ocurrió jugar al “Scattergoris”. Escribieron en grupos de diez distintas categorías como “Personajes de ficción”, escogieron una letra al azar y empezaron a jugar. Cuando se quisieron dar cuenta, la Provodnitsa les indicaba que estaban llegando a Nobosivirsk.

Bajaron agotados pero muy contentos de dejar atrás ese tren. Juan, al tocar tierra, tuvo una sensación rara, estaba como mareado, la misma sensación que se tiene cuando pisas suelo firme después de estar un tiempo en un barco, algo muy raro que le acompañaría un buen rato, pero daba igual, ya habían llegado y las treinta y seis horas quedaban atrás. Ahora solo tenían unas ganas locas de llegar al hotel, de dormir en una cama pero, sobre todo, de ducharse, de hacer lo que fuera para quitarse ese olor a orín que llevaban incrustado, o esa era la impresión que tenían, hasta en la piel.